"Mi Vil Hada de los Dientes" Un Cuento por Osnar Chávez
No lo pidas. No la
galleta crujiente de postre.
— La
delicia de chocolate, por favor—, le ordena a la mesera.
¡Mierda!
La cita iba tan bien. Asiento a la mesera secundando a mi acompañante.
Disimulo
mi preocupación.
—
¿Por qué esa cara?
Puta
madre. Es muy perspicaz.
— La
cambiamos por el pastel—, propone condescendientemente.
Alza
la mano para recuperar la atención de la camarera.
— Perdón.
Es que no podría probarla—, le explico.
Me observa
desorientada.
Eventualmente
se enterará. Extraigo mi dentadura. Sonrío con el diente que sobrevive en mis
encías. No me juzga, supone una historia.
***
1991. Mi madre examinó
desilusionada mi retrato de graduación de primaria. Peinado inmejorable, calzado
brillante y vestimenta lisa como piel de bebé. Fue mi sonrisa la causante de
dicha reacción, alardeaba una grieta. La falla no era un molar ocultable al
margen, estaba en primer plano.
Le
sonreí. Aborreció mi vacío dental.
— No—,
sentencia.
Desaparecío
la todavía cálida foto en su bolso. No se inmortalizó como aquella de mí al
lado del monumento de los perros bailarines de la ciudad. Bizarra, pero complacía
a mi madre pues, tras el gesto de mi puño izado, se vislumbraba la sonrisa
perfecta.
Mi madre
hizo de mi hocico la faena de su existencia. Desconozco el motivo.
Cepillarse
los dientes idénticamente no dos o tres veces al día, sino cinco o seis. Tras
cada comida, y tras cada bebida. La pasta dental que encontraras era
insuficiente, era indispensable cierta blanqueadora especial. Mi cepillo de
dientes se renovaba semanalmente. Se complementaba con enjuague bucal. Como
acto de clausura, un metro de hilo dental que hasta ser enterrado en comida no
actuaba como pase de salida. Aleatoriamente se demandaba un refuerzo de
enjuague y cepillado, alcanzando el clímax del orgasmo odontológico.
Al
graduarme, el momento que perpetuaría su labor, perdí mi último diente de
leche. Infructíferos meses de alimentos crujientes y fibrosos para aflojarlo. La
viabilidad de arrancarlo fue considerada. No obstante, casi predestinado, ese
era el día.
No
me importunó. Poseía un diente para depositar bajo mi almohada cuyo impecable
estado, de acuerdo con las enseñanzas, en retrospectiva manipuladoras de mi
madre, sería compensada con efectivo. El capitalismo se impone desde la
infancia.
Esa
noche el orgullo occidental fracasó. Amanecí para descubrir el diente. Años de
sacrificio sin retribución. Furia. Expuse a mi madre el inconveniente logístico
del hada de los dientes. Me impidió detallar los pormenores de mi tesis.
Por
diez noches ofrecí mi incisivo. En la mañana me daba los buenos días. Hasta la onceava
noche, la cual determiné como el intento final.
Desperté. No por una
alarma o mi madre. El almohadón se movía. Abrí los ojos.
Luz se
colaba por la ventana que no había dejado abierta, y ahora lo estaba. Me mostró
una figura esquelética, decrépita. Hedía su aberración al jabón. Su aura pesada
me prensaba contra la cama. La cereza del pastel era el disfraz, dos tallas
debajo de la suya, de dentista sexi que vestía; alguna vez blanco ahora era
gris por la suciedad, el escote ostentaba una clavícula con más mugre que
músculo y en ciertas posiciones la minifalda revelaba un escroto enmarañado.
Anticipándose,
presionó su escuálido índice contra mi boca. La peste a semen y tierra que impregnó
mis labios fue efectiva para silenciarme. Lo contemplé hasta que liberó el
diente de la opresión de mi cabeza, lo examinó sosteniéndolo con sus
desnutridas falanges. Evocaba a Gollum con el anillo único.
—
Espera—, me indicó convencido de que sus susurros gesticulados en la frontera
de lo indescifrable no me erizarían los pelos de mi nuca.
Sacó
un billete de 100. Superior a mi poder económico concebible.
Me
lo ofreció. Lo arrebaté.
—
Para alguien con lindos dientes como tú, hay mucho más que eso. Ven conmigo.
Se paró.
Su artritis retumbó en mi cuarto repleto de espejos diseñados para concientizarme
al extremo de mi apariencia. El sujeto intentó sonreírle a uno. Sus escasas muelas
cariosas previnieron un momento estético.
Me
extendió su mano.
—
Pero, mi mamá…
—
Volveremos antes de que se dé cuenta.
Le
creí.
Recibí el amanecer
con la mordida de una rata. No el ratón de los dientes al que me había resignado
pese a su limitada cobertura y honorarios.
El almacén,
de noche intrascendente, con ojos madrugadores era una prisión infrahumana. Fluidos
corporales secos adherían mis zapatos al suelo. Muebles metálicos me
contagiaron tétanos a distancia. El colchón repleto de pañales coaccionó a mi
tabique a restringir el ingreso de aire.
Estaba
solo.
El
grillete reprimió mi escabullida. Un escándalo sonoro. Mi hada de los dientes apareció
conmocionada, reprimiéndome. Acarreaba comida de un puesto callejero que
amenazaba con salmonela, así como con una obscena dosis de productos de sanidad
oral. Su conducta aparentaba aquella de un adolescente que recién descubre la
pornografía.
Misma
dinámica por días. Me violentaba, alimentaba lo ínfimo que prometen las metrópolis
del tercer mundo, y exigía aseo bucal impetuoso, ridiculizando el de mi madre. Se
esfumaba. Pasaba horas con la compañía singular de roedores y pestilencia,
ahora secuela de mi fisiología. Nadie advertía mi presencia desde el exterior. El
alcance de mis sentidos, fuera de mi cautiverio, se restringía a vislumbrar la
estatua de canes danzantes.
Durante
alguna noche especial, mi hada de los dientes, borracha, me presentó un collar
de conchas que sugería proceder de artesanos playeros. Eran dientes. Al
deliberadamente descuidar mi aseo dental tras esta revelación, era impedido por
mi captor y mis costumbres.
Me
tomó una instantánea destinada a mi madre, demandando un rescate. Posé con mi
puño delante, replicando la postura que exhibía en su fotografía favorita.
Día de mi emancipación.
Estaba contento. Una semana así y te vuelves dichoso con poco. Mi mano soberana
del grillete me volvió flexible como contorsionista. El tufo a mierda se distorsionó
en libertad (aún mi patriotismo emerge en el escusado).
Mi
hada me aplastó en un banco mohoso que soportó al borde del desmontaje mi peso de
chiquillo desnutrido. Aposté por la ternura de mis pupilas dilatadas mendingando
algo de bondad. Mi captor me privilegió con su tentativa de sonrisa. Blandió
una llave inglesa que, aun cuando por comparativa atribuía a mi asiento un
aspecto flamante de fábrica, la tuerca de ajuste funcionaba.
Se acomodó
en mi regazo, reteniéndome.
Forzó
mi mandíbula jalándome la cabellera e introdujo el artilugio. Manipuló mi
diente cual tubería. Un disparo punzante y agudo recorrió todo mi sistema
nervioso, apagando mi cerebro por un segundo. Poseía maestría, ni siquiera
rasgó el esmalte, lo extrajo entero. Mi cráneo retumbaba cual tambor prehispánico
en ritual de sacrificio, yo fungiendo también ese papel.
Repitió
con un canino. Un emplazamiento idóneo, permitiendo a mi fluido granate ahogarme,
y previniendo así mis chillidos.
Primer
molar superior derecho rebotó en suelo. Una explosión de dolor en mi boca.
Otro
de mis colmillos sucumbió a la supremacía de la palanca. Sin anestesia.
Mis
muelas desfilaron ordenadamente, abandonando la encía. Mi charco, amalgama de
orina y sangre, salpicaba con cada pieza de calcio dental que estrellaba en el
piso.
Sirenas
acercándose.
Los premolares
inferiores, más pequeños, los arrancaba en pares. Pragmatismo y profesionalismo
caracterizaban la técnica, así como un nulo interés en el bienestar del
paciente.
Faros
azules y rojos intermitentes nos envolvieron.
No
se detuvo. Duplicó la velocidad y tortura sin comprometer la calidad de la
obra.
Un
megáfono. (¿En serio? Inútiles).
Mis cavidades
ardían. Supuse al menos ya había concluido. No. Quería el último diente. Aquella
promesa que en la pasada quincena rechazó emerger más de un par de milímetros.
Era
un desafío. Fracasó.
La
policía llamó a la puerta. (¡Por una chingada, entren!).
Mi
hada de los dientes se levantó. Me empujo. Aterricé sobre mi espalda. La sangre
no amortigua.
Recogió
tantos dientes como pudo del lodo escarlata.
Mi
sangre cerebral se fundió con la proveniente de mis encías.
Oficiales
irrumpieron (¡Al fin!).
Mi custodio
giró. Patinó en mis fluidos.
Un agente
gritó. Disparo. Impacto metálico.
El
hada de los dientes empleó su magia para desvanecerse.
Recuerdo,
antes del hospital, un fajo de billetes descuidado por mi captor. Mi pago por la
dentadura perfecta.



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