"No me Rompas los Huevos" Un Cuento por Osnar Chávez
—
¿Qué le pasó a tu hermana?
No
me cuestiones eso. Lo mismo cada que alguien ingresa a mi hogar. La fotito es significativa
para mí, pero me disgusta que otros la vean.
— Un
incendio accidental—, miento.
***
Pascua. 1989. Una
primavera cálida para el clima lluvioso que acostumbramos. Estereotípico: Sol,
florecitas, animalitos y niños jugando.
Cada
año, mamá ocultaba en el parque los huevitos de pascua que decorábamos durante
el mes anterior y rellenábamos con confeti. Mi hermanita y yo los rastreábamos para
usarlos como proyectiles. Era la versión de violencia y enfrentamiento
permitido en un único día de catarsis anual.
En
el fondo de mi canasta me topé con un huevito peculiar. Extremadamente
ornamentado. No aquel personalizado por críos de primaria con acuarelas baratas.
Sentía la textura del diseño en mis yemas. Colores vivos y dibujos intricados
me hipnotizaron.
Mi
hermana mayor se aproximó. Le presenté mi souvenir. Sin advertirlo, lo reventó
en mi cabeza. No hubo confeti.
Sangre.
Vísceras. Líquido amniótico. Un feto que no se asemejaba a ningún animalito que
apareciera en nuestros libros de ciencias naturales, más horripilante y
antinatural que pez de las profundidades. Dicho contenido en cantidades
industriales. El huevito se mofaba de las leyes de la materia. No podía
contener tanto. Sin embargo, estaba bañada en ello. El tufo era una mezcla de
excremento y muerte; permaneció varios días aromatizando mi persona.
Paralizada
goteaba. Mi hermanita retrocedió impresionada. Mamá me limpió en la casa.
No
desciframos de dónde provino el huevito. Eventualmente, optamos por prescindir
de la respuesta.
Sí
supe qué fue del embrión, más o menos. Mi hermanita, recriminándose, lo lavó. Adornó
una cajita. Compuso un discurso funerario a un aborto de una especie
desconocida. Lo regresamos a la naturaleza. Pretendimos que ese fuera el final.
No fue
así.
Los inconvenientes
empezaron esa noche. Mi hermanita y yo intentábamos descansar en la recamara, libres
de peligro gracias a una lamparita de noche. No nos mirábamos, aun con nuestras
camitas paralelas. Nuestros ojos perforaban el techo.
Golpes.
En el tejado. Algo exorbitante sobre nosotras. Se sentía como si un mazo martillara
rítmicamente nuestro refugio. Gire hacia mi hermanita. Los pulsos se acentuaron.
Mi hermanita volteó hacia mí. Aceleraron. Sin palabras nos dijimos lo que ambas
desconocíamos. El golpazo ahogó la noche.
No
dormimos. La escuela me reportó. Mamá nos sancionó por jugar en vez de
descansar. No la convencimos de lo contrario.
Tres
días después, regresando del colegio, mamá entró en negación. El patio de la
casa se decoraba con huellas monumentales. Tamaño humano y fisionomía de
roedor. El impoluto pasto que mamá regaba religiosamente, y las florecitas que
recibían cumplidos más afectuosos que yo, eran un vestigio. Las pistas dirigían
al punto de descanso del feto.
Un
hoyo. La caja rota. Ningún rastro del embrión. Derrotando a la lógica, esto fue
hechura de mi hermana y mía. Apelamos al diálogo, pero mamá renunció a la
diplomacia.
Lo
peor aconteció un par de semanas más tarde. El castigo se había cumplido y el
incidente olvidado. No obstante, una madre, independientemente a su especie o
plano de existencia, no lo hace.
La
puerta principal, de madera y más de dos metros de altura, exhibía una mordedura
en la parte alta. No humana. Un desgaste alcanzado a través de reiteradas raspadas
dentales. Solo hubiéramos conseguido eso trepándome sobre mi hermanita, desarrollando
una paciencia monástica y siete juegos adicionales de dientes de leche. Mamá concedió
nuestra inocencia.
Un estruendo
interrumpió la noche. Salimos de las habitaciones. Nuevamente, la puerta
principal. No solo faltaba un ángulo superior “parchado” con bolsas de basura
para “evitar el polvo y el frío”. La puerta fragmentada descansaba en el suelo.
La
luz de fuera inundaba el recibidor. Mi hermanita y yo nos dirigimos a mamá esperando
el plan de acción. No recibimos tal. Contemplaba el exterior de la casa. El
aserrín impedía dilucidar pasando del umbral.
Un
huevito de Pascua rodó hacia nosotras. Expedía humo. Mamá nos empujó mientras
saltaba. Explosión. Contenida, pero gigante para nuestros estándares cimentados
con películas infantiles.
Una
silueta se aproximó a la entrada. Grande, corpulenta y solo escasamente humana
en su apariencia. Dos protuberancias verticales sobresalían de la cabeza. Se aproximó
lo suficiente para distinguirlo. Un conejito. Un roedor de pesadilla. De este
haber sido el aspecto de Frank, Donnie Darko lo hubiera mandado directito al
fin del mundo (no puedo ver esa película).
La
criatura frenó. Mi hermanita y yo nos apresuramos hacia mamá. La levantamos
como pudimos y las tres trepamos las escaleras. La mirada del conejito no se
desprendió de sus presas.
Nos
encerramos en nuestra habitación. Giramos el cerrojo (crédulamente pensábamos que
esto generaría una diferencia). Mamá intentó calmarnos, fracasó. También a ella
misma. La recámara, llena de posters y peluches que un par de minutos atrás era
nuestro lugar seguro, se había convertido en una jaula con una única salida: la
ventana.
Se
rompió. Un huevito de pascua lanzado desde afuera. Se resquebrajó y nació un
juguetito de una boca con pies riéndose de nosotras. ¿Por qué?
La burla
macabra se ofuscó por la bestia avecinándose. No un pie a la vez, brincando en
ambas patitas. Escalón tras escalón. Pum. Pum. ¡Pum! ¡PUM!
La luz
de luna obligó una decisión en mamá. Pateó el juguetito. Abrió la ventana. Volteó.
Justo en ese momento fue que perdió la cabeza.
¡PUM!
¡PUM! ¡PUM!
Sin
alternativa, hicimos lo mismo. Estaba aterrada, así que mi hermanita fue
primero. Estaba en la apertura cuando reparé en la tranquilidad interrumpida
por el rechinido de la puerta. ¿Y el pasador?
La
criatura sujetaba en su patita un huevito de pascua-navaja suiza-ganzúa. El conejito
era hábil.
Hermanita
se apresuró, pero escasa era su experiencia saliendo alternativamente de la
casa.
El
animalito azotó repetidamente su pata izquierda contra el piso. Aceleró. Las
tres paralizadas, casi en trance ante esta violación de lo que considerábamos
plausible. Los golpes dictaban nuestro ritmo cardíaco.
La
cosa desnuda produjo otro huevito de pascua. Un encendedor. Lo dejó caer. Gran calidad
de mechero, la casa de ladrillos se prendió sin contratiempos.
El
conejo se abalanzó.
Mamá
y yo nos agachamos.
Mi hermanita
no.
La
bestia la capturó y despedazó lo que quedaba del cristal.
Gritó.
Nos
asomamos.
Escapamos
por el hueco que, hasta entonces, solo podía ser atravesado por la luz.
Perdimos
todo contra las garras de las llamas. Los recuerdos de mi hermanita se esfumaron.
Servicios infantiles hostigaron a mamá por años. Psicólogos y psiquiatras
hicieron lo que pudieron.
Irrelevante.
Ni perforándome los tímpanos puedo deshacerme de aquel afilado alarido perdiéndose
en la distancia, para luego ser intercambiado por los grillos de una pacífica
noche. Ni quemando mis retinas podré desaparecer aquella sombra humanoide colosal
alejándose, adentrándose en la oscuridad, saltando con su botín.



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