"Todo lo que quiero esta Navidad eres tú" Un Cuento de Osnar Chávez
Ciertas cosas no
cambian. De niño toleras tus recreos con tus pensamientos, igualmente al
transformarte en maestro. El profesorado me ve con repugnancia. Los niños de
primaria no ven “cool” dialogar con su “profe” de historia. Ni el
espíritu navideño altera las tradiciones, en soledad como mi galleta de reno. No
puedo recriminarlos, la cicatriz, que divide mi mejilla derecha como una
coliflor hemorrágica no elegida en la tienda por sus deficiencias estéticas, es
trabajosa de ignorar.
Oigo
lo que platican en otras mesas. Futbol, la nueva película de superhéroes, VTS
(¿qué es eso?). Pese al bullicio del lugar, gritos irritantes y llantos vergonzosos,
a mi izquierda algo secuestra mi interés: Santa Claus.
— Le
voy a pedir un Mimtendo Witch 2.
Niño
iluso, Santa Claus no puede regalar algo que se renta.
—
¿En serio crees eso? Santa no existe.
Puta
madre. Otro niño castrosito y no deseado que sabotea la inocencia ajena.
¿Y yo soy el que come solo?
—
¡No es cierto!
Tiene
razón. No cómo él cree, pero atinó. Ojalá pudiera preservarse puro. Ojalá yo
hubiera podido. Yo sé la verdad.
Ojalá
Santa Claus no existiera.
***
Nochebuena. 1994. De
niño afirmaba que mis padres no me entendían y que mi adoración por la boyband
de moda era un estilo de vida.
—
No, hijo, estas galletas son para Santa—. Me espetó mi madre.
Ella
aseguraba que sus manotazos cargaban ternura. Mi piel discrepa.
Mi mamá
se adentró en sala de estar llevando el plato. No encendió las luces. Desapareció.
Arrancó
el tiempo.
Cual
torpe Tom Cruise, me escabullí para sacar de la alacena esos bizcochos. Mis padres
los escondían alto, pero yo sabía dónde apoyar mi pie derecho para impulsarme y
cazarlas. Vivía convencido de que mis papás no se percataban, pese al inocultable
desgaste de la madera por las situaciones extraordinarias que soportaba. No me
afligían mis acciones. En el peor de los casos, únicamente sería merecedor de
carbón esta noche, pero las galletas me seducían como adolescente en strip-club.
Mi
madre regresó.
Resbalé.
Caí de pie y encubrí mi delito.
Mamá
sonrió. No preguntó. Era diestro en el convencimiento.
— Ya
hemos quedado que solo dos galletas por noche.
No
estuve presente en esa deliberación.
Mi
mamá me fue a acostar. Me sepulté en cobijas. Ella dirigió la oración previa al
sueño, besó mi frente y, de haber habido clases al día siguiente, habría
asegurado hacerme madrugar.
—… y
líbranos de todo mal. Amén—, terminó.
Salió.
Cerró la puerta. Oscuridad. Ojalá la plegaria hubiera funcionado.
Dormí.
El destartalado
pórtico de la cochera hizo temblar la casa cual Ciudad de México en 1985. Me
despertó. Ninguna luz se filtraba del pasillo a mi habitación. No revisé el
garaje. Opte por creer que mis padres ya se habían marchado.
Corrí
a la sala. No la iluminé. Pude discernir el objetivo, las galletas con chispas
de chocolate. Las llevé a la cocina.
Ya
con luz idónea para el ojo humano, experimenté mi botín con leche. ¿De un vaso?
¡No! Quedaría evidencia (lavarlo no se consideró). Fue directo del envase.
Saboree
el postre. Una experiencia estética, metafísica y alquímica. Fui una rata azul
gozando una mezcla de masa pastosa y sedosa, con tintes de chocolate exquisito
y merecedor de un quinto estado de la materia, que se engulle con leche helada
que actúa como purgador de la garganta para dar paso a la siguiente porción.
Cada bocado una explosión de sabor, cada migaja en el suelo una tragedia. En tres
minutos, el plato terminó limpio.
Mis
sentidos tan sobrecargados fallaron en percatarse de lo que acechaba en la sala
cuando regresé el cuenco. Una asexual sensación en mi escroto. La rechacé.
El
chirrido me impidió hacer lo mismo. Un rasguño en el plato de cerámica. Gire
con cautela. La escasa luz del alumbrado público de colonia de interés social
apenas dejó comprender.
Una
bola roja viscosa del tamaño del sillón. No afirmaría que tuviera cara. Sí boca,
un hoyo sin fondo lleno de colmillos. Una mandíbula que parecía dislocarse para
regurgitar paquetes mal envueltos bañados en baba que se depositaban junto al pino.
Rodeada por una masa de apéndices blancos, con una garra en cada punta, arremolinándose
entre sí. Con una excepción, el que arañaba el cuenco. Inspeccionando. Buscaba
galletas.
Quedé
paralizado ante la presencia de esta pesadilla de Darwin. La criatura rechazaba
todas las leyes de la naturaleza y la razón.
No
encontró su bocadillo. Solo a mí.
La
bola se deslizó hacia mí.
Corrí.
Tropecé. Besé el suelo. (Debí haberme tomado en serio educación física).
Voltee.
La esfera de carne gelatinoso escaló el desnivel de la sala sin titubear. Asumí
que no se retrasaría como yo. Sensatamente, me erguí y retiré.
La pelota
estaba comprometida con su tarea.
No
cometí el mismo error. Fue otro. Me aprisioné en la cochera.
Me
cagaba ese espacio. Una vez apareció un ciempiés gigante que todavía me estremece
su recuerdo (he de admitir, en ese momento era más manejable). Cuando llovía, la
habitación se refrigeraba al punto de necesitar dos chamarras. El motor tan arcaico
de la puerta retráctil alebrestaba a todos los perros a dos cuadras. Y el
pinche foco dejaba más penumbras que luz. Era preferible a ese monstruo.
La falsa
noción de protección se rasgó cuando las garras atacaron la puerta. Retrocedí. Cada
rasguño daba existencia a una diminuta rendija en la entrada, invitando un halo
de luz a ingresar. Aun así, era insuficiente para comprender a esa cosa. Entró
sin esfuerzo, casi burlándose de mi ingenuidad.
Me refugié
en las sombras (estúpido en retrospectiva, pues el monstruo carecía de ojos). Mi
plan fue efectivo, hasta que la bolsa de carbón sobre la que me recargaba no
coopero. Desparramándose, haciendo un cagadero, y exponiéndome.
La
masa se arremolinó hacia mí. Retrocedí, pero fracasé en atravesar la pared. Los
tentáculos de la criatura ¿cuidadosamente? empezaron a tantear mis mejillas. La
piel viscosa dejaba un fluido gelatinoso por donde pasaba. Le costaba apartar
sus prolongaciones de mi piel. Ambas carnes tan diferentes, pero compatibles,
buscaban fundirse.
Acarició
mis brazos y piernas. Desagradable y reconfortante, paradójicamente. Me limpió
una lagrima. Una calidez inusitada. Tanteo mi cuello y orejas. Respiración
acelerada. Exploro mi cabellera y pecho. Estaba gozando. Mis párpados. Solo era
experimentar, ver era superfluo. Me entregué.
Un
tentáculo envolvió mi ingle, fronterizo a mi entrepierna. Detonó algo. Instintivamente,
agarré lo que estaba a mi alcance y lo usé para golpear. Un carbón.
La
criatura se revolcó. Un aullido de dolor. Una de sus garras rajó mi mejilla.
Escapó.
Dejando
un camino de mi propio fluido escarlata, seguí aquel de baba, vestigio del
visitante de esa noche. Lo entendí. Cómo ingresó y cómo desapareció. La
chimenea.



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